viernes, 26 de enero de 2007

Dejandote atrás, a un costado.




Y cuando recorre con su vista aquellas líneas olvidadas en el pasado, enterradas en lo más profundo de su ser; una lágrima deja caer. Se consume por dentro, muere tan lentamente sin poder notarlo, no puedo ayudarla. Busca la inspiración, busca una estúpida razón; por favor, dale una razón para seguir, para vivir.
Su piel era tan clara, traslúcida, tan delicada. Sus ojos claros pero de ensueño, fríos y serenos. Su cabello oscuro y movedizo como la tierra que solía desplazarse por el piso con las ventiscas de invierno; si, aquellas ventiscas que le recordaban a él.
Arrodillada ante su más omnipotente tentación, su cabeza agachada, sus manos heladas contra el suelo de madera, el suave calor de la chimenea. ¿Cómo explicarle al mundo lo que sentía? ¿Cómo iba a decirle al mundo que ya su mente no podía continuar, que sus piernas no dejaban de temblar, que dentro de ella no había nada más? Su propio cuerpo la carcomía y no lo pude notar. Acarreó su propio castigo con ella, acarreo sus ganas de ser alguien más hasta la muerte, arrastró su dolorido corazón de una soga interminable por aquella calle no asfaltada, todo en su interior, débil.
Y si tratara de alejarme y no observarla no podría dejarla. Miles de voces llamando por su nombre detrás de aquellas paredes, miles de manos tirándola al vacío y en su mirada preguntando si la recordarían. Palabras, gritos; me perdía en aquella horrible confusión, necesitaba salir, necesitaba sacarla, llevarla donde pudiera respirar.
Y traté de alejarme y no la observé y la abandoné. Corrí por el sendero de sus pecados irremediables, de sus tristezas compuestas de negras nubes y logré sentir el dolor de la lluvia contra mi piel, que quemaba, que me cortaba rápidamente. Volteé y la vi tirada, asustada, y yo; huyendo. Corrí hacia ella y me recosté a su lado, un suave pero cotidiano mareo me hizo querer irme con el cuerpo desfallecido a mi lado; nunca podría abandonarla, esa pequeña niña era mis sentimientos, estaba en mis venas, bajo mi piel, y si ella moría yo lo haría. Minutos después las voces secaron cuando la abrasé, las manos dejaron de empujarnos, el dolor dejó de correr y aún hoy no puedo olvidar aquel sonido.